Uno empieza a leer ese tipo de libros como quien entra en el mar de a poco para permitir que el cuerpo se aclimate, y a medida que la inmersión se produce los ruidos del mundo van dejando de escucharse, nos gana la sensualidad de una escena, un cruce de miradas, el movimiento de una mano, un ensayo de sonrisa. Nos perdemos en una frase que se estira, se bifurca, parece que se va a romper y sin embargo avanza, hace una pirueta inesperada y nos lleva de la nariz, nos confunde, nos obliga a releerla y volver a intentarlo, y esta vez encontramos una viruta, o una pelusa que antes no habíamos visto, tiramos de ella y se resignifica todo. O también, ¿por qué no?, nos quedamos colgados de esa palabra pelusa, o de esa palabra viruta, y nos embobamos frente a ella, nos saca del trance anterior y nos lleva a otro lado, ya no es viruta ni pelusa sino un animalito extraño, de muchas patas, rengo, no sabemos bien qué clase de animal es, a qué especie pertenece, si será venenoso o inofensivo, y nos acercamos con cuidado, lo picamos con un palo desde lejos, lo vemos retorcerse, vuelve a ser palabra, acercamos la nariz, la olfateamos un rato, finalmente nos animamos y le pasamos la mano para sentir su textura, rugosa o lisa, fría y gelatinosa, ajena: nuestra.