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Elogio del Vaivén

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Por Mauricio Koch

“Lo leí de un tirón, no lo pude soltar, volaban las páginas, me pasé toda la noche sin dormir, no veía la hora de terminarlo”, y demás elogios por el estilo. La lectura vertiginosa, el libro que no se puede dejar, que nos mantiene desvelados, que hace que la realidad toda se desdibuje o no importe ya, es una de las tantas posibilidades de la lectura, no la única. A veces me da la impresión de que nos quieren hacer creer que sí, como si para que la lectura adquiera estatuto de tal tenga que ser esa lectura alienante, de loco al que se le pasan los fideos o se choca los postes de alumbrado porque no puede levantar la vista del libro. No digo que esté mal que eso pase, desde ya, pero la lectura de a sorbos (Fabián Casas habla de “empinar tragos de libro”), de marcha y contramarcha, también tiene su encanto. Hay que aprender a disfrutarlo. Vladimir Nabokov decía que los libros no se debían leer sino releer, que un lector de primera es un relector: recién luego de una segunda, tercera y cuarta lectura nos comportamos frente al texto como frente a un cuadro, ya no necesitamos hacer el esfuerzo de mover los ojos de izquierda a derecha y aparece entonces en toda su dimensión la posibilidad de apreciar artísticamente ese texto, sin interferencias. Nabokov era un exagerado, se sabe, pero tiene razón en que hay cierto tipo de libros que demandan la relectura, o al menos una lectura concentrada, sin apuro, no siempre en la misma dirección –ni con el único objetivo de llegar a la última página– y si es posible con un lápiz a mano para hacer marcas y tomar apuntes. Es triste pensar que solo la lectura desaforada es válida, básicamente porque deja afuera todo lo que proponga otro ritmo.

Entre tanto elogio a esos libros que se leen “de un tirón”, como si la lectura fuera una carrera de velocidad o una hamburguesa que hay que terminar cuanto antes para volver a la cadena de producción, yo quiero poner mi voto a la lectura pausada, rumiante, de vaivén, interrumpida incluso. Libros que se dejan reposar y luego se retoman. Lectores que no van tras el vértigo sino tras la “modesta complejidad” de la que habló el maestro, y que pide pausa y recorrido oscilante.

Uno empieza a leer ese tipo de libros como quien entra en el mar de a poco para permitir que el cuerpo se aclimate, y a medida que la inmersión se produce los ruidos del mundo van dejando de escucharse, nos gana la sensualidad de una escena, un cruce de miradas, el movimiento de una mano, un ensayo de sonrisa. Nos perdemos en una frase que se estira, se bifurca, parece que se va a romper y sin embargo avanza, hace una pirueta inesperada y nos lleva de la nariz, nos confunde, nos obliga a releerla y volver a intentarlo, y esta vez encontramos una viruta, o una pelusa que antes no habíamos visto, tiramos de ella y se resignifica todo. O también, ¿por qué no?, nos quedamos colgados de esa palabra pelusa, o de esa palabra viruta, y nos embobamos frente a ella, nos saca del trance anterior y nos lleva a otro lado, ya no es viruta ni pelusa sino un animalito extraño, de muchas patas, rengo, no sabemos bien qué clase de animal es, a qué especie pertenece, si será venenoso o inofensivo, y nos acercamos con cuidado, lo picamos con un palo desde lejos, lo vemos retorcerse, vuelve a ser palabra, acercamos la nariz, la olfateamos un rato, finalmente nos animamos y le pasamos la mano para sentir su textura, rugosa o lisa, fría y gelatinosa, ajena: nuestra.

En la última Feria de editores me encontré con el escritor Ariel Pavón; yo justo había comprado un libro de Sergio Chejfec, Teoría del ascensor, y Pavón me comentó que por esos días estaba leyendo Modo linterna. “Me aburro muchísimo”, dijo, “pero me encanta”. Ese elogio me pareció maravilloso; no fue un chiste, fue sincero. La prosa de Chejfec puede tener un efecto analgésico y hasta sedante, es tal la levedad de tono que alcanza en ciertos momentos que uno entra en otra frecuencia y a veces hasta se duerme. Luego se despierta de esa breve siesta y retoma. Eso es hermoso. Y no tiene nada que ver con la calidad literaria del texto, al contrario, lo que Pavón llamó “aburrimiento” es parte del placer. No es el tipo de aburrimiento que produce fastidio, o la reacción de querer revolear el libro por la ventana, sino el ingreso en un estado de relajación que sin esa lectura no se habría producido. Alan Pauls habla de trance; esto va incluso un paso más allá, es un sopor, un placentero sopor. Comfortably numb.