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El trabajo de viajar

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Por Luz Marti

A simple vista este título invita a darme una cachetada, pero solo quiero explicar las experiencias a los que el pasajero-estándar-contemporáneo debe someterse a fin de expiar el doble pecado de salir de vacaciones y de subir a las redes, fotos rodeado de zulúes, casándose en Las Vegas o bañándose desnudo en Ibiza. “Nada es gratis”, parecen recordarte el Universo y el Banco Piano en el que deberás dejar hasta el saldo de la SUBE para comprar las rupias que necesites en tu aventura, aunque ignoramos que la verdadera “aventura” es la que llevamos a cabo antes del viaje, y no, durante.

Mientras imaginamos mil destinos posibles somos un manojo de alegría, un cableado chisporroteante de fibra óptica de sueños que nos llevan por latitudes desconocidas creyendo en las facilidades de traslado que el Primer Mundo nos ofrece (o el Tercero, porque para el fervor del turista jamás existen  límites ni obstáculos).

Esa excitación nos tiende, de antemano, la primera trampa: comentarlo con quien se nos ponga a tiro, con lo que más de un par de conocidas insistirán en acompañarnos vayamos a donde vayamos, contagiadas por nuestra aparente solvencia viajera, nuestra maldita gracia para contar las cosas y sus pocas ganas de tomarse el trabajo de planearlo sola.

El compañero de viaje es un ser difícil, incómodo y complicado para una ansiosa que hace dieciséis mil kilómetros para ver la estatua desconocida del Efebo de Motia de la que se enamoró en un programa de la BBC y que a nadie le importa nada.

El compañero de viaje debe tener los mismos intereses (o la mansedumbre de un cordero para dejarse arrastrar sin decir ni una palabra… lo que lo convierte indefectiblemente en un perno), el mismo presupuesto en el que se sacrifican comodidad y comidas en aras de conocer lugares border line, el mismo biorritmo, para levantarse a las mismas horas, caminar los mismos kilómetros y, en especial en mi caso, el mismo desinterés por las compras. Con esta descripción ya entenderán por qué casi siempre voy sola.

La preparación para explorar el mundo es una tarea ciclópea poco reconocida que nos lleva horas inimaginables frente a la computadora consultando vuelos, distancias entre ciudades, precios, pasajes de tren, ferries, alquiler de autos, cincuenta millones de hoteles que, una vez reservados te bombardean con noticias de que el que reservaste ha bajado un 10% y hay que salir a cambiar la vieja reserva por una más barata a riesgo de perder las dos mientras aparecen carteles que te amenazan “hay otra persona mirando para esta fecha” o “ Solo queda una habitación disponible” hasta llevarte al borde de un ACV barajando la posibilidad de quedarte  vagando homeless por una ciudad desconocida habiéndolo perdido todo.

La valija es un ítem tenebroso. A mi compañero de viaje solo le permito un carry on ya que no estoy pera esperas en cintas, pérdidas de equipaje ni desfiles de modelos, tan luego en los hoteles donde me alojo. Que mida lo que diga la aerolínea en esa fecha, y si hay que arrancarle las ruedas para que quepa, pues lo haremos ahí mismo, antes de que nos cobren más o la despachen a último momento a cualquier parte, perdiéndola para siempre.

La valija es un ítem tenebroso. A mi compañero de viaje solo le permito un carry on ya que no estoy pera esperas en cintas, pérdidas de equipaje ni desfiles de modelos, tan luego en los hoteles donde me alojo. Que mida lo que diga la aerolínea en esa fecha, y si hay que arrancarle las ruedas para que quepa, pues lo haremos ahí mismo, antes de que nos cobren más o la despachen a último momento a cualquier parte, perdiéndola para siempre.

Calcular bien los líquidos, las cremas, los materiales ignífugos, las piedras de recuerdo y todo lo que altere a esos señores que nos hacen sacar las botas, los cinturones, las pulseras y nos hacen atravesar casi en pelotas todos los escáneres habidos y por haber, a medio vestir como si fuera un juego con prendas, con los cierres abiertos, los abrigos hechos un bollo, el pasaporte y la tarjeta de embarque en la boca, la caja de alfajores para la prima nostálgica aplastada, en patas y sin medias porque las perdimos vaya a saber dónde, pero ya no importa.

Así, en ese estado, encaramos el trámite de Migraciones donde las huellas no aparecen en la pantalla de cuarzo “porque Ud. tiene la piel muy seca.”- “¿Y los de piel seca no podemos salir?”- pregunto temblando, desarrapada y pensando en que voy a perder las cuatrocientas reservas y pasajes que, desconfiada de mi manejo de los teléfonos, imprimí y llevo como una biblia en la mochila.

– “Pásese en pulgar por la frente y apóyelo en la pantalla”- me ordenan. Obedezco dejando parte de mi grasa corporal (ojalá pudiera dejarla toda) en la pantallita y mirando de reojo veo que el gesto del pulgar- a –la- frente-a la- pantalla se replica en varios pasajeros como una nueva seña de truco o un como un gesto secreto para reconocernos entre los miembros de la nueva cofradía a la que acabo de ingresar: La Cofradía del Pasajero Argentino.

A esa altura me estoy haciendo pis, me muero de agotamiento y de hambre pero antes necesito probarme todos los perfumes del Free Shop, untarme con las mejores cremas para que no se me deteriore la piel en el vuelo y llegar tomar el café más caro del mundo con una mezcla nauseabunda de olores que mis compañeros de vuelo y yo vamos a tener que tolerar durante catorce horas, inmovilizados en nuestros asientos “in-reclinables”. Y, todavía el viaje todavía no empezó.

Viéndolo así, una alternativa bastante sensata llegado ese punto, sería tomarnos el café y ahí mismo, volvernos a casa.