Por Esteban De Gori
En 2005 viviendo en El Salvador me regalaron un libro del escritor Horacio Castellanos Moya. El obsequio era acompañado con el comentario del revuelo que había provocado en el país. Tenía en mis manos “El Asco” (1997). Un libro de un “tirón”, sin pausa, sin puntos aparte, que había desatado una conmoción nacional por la mirada que uno de sus personajes tenía sobre la situación política y económica de ese país. Desde ese momento leí otros libros como Insensatez (2004, Tusquets), Tirana Memoria (2008, Tusquets), Con la congoja de la pasada tormenta (2009, Tusquets), La sirvienta y el luchador (2011, Tusquets), Baile con serpientes(2012, Tusquets), Moronga (2018, Random House) entre otros. Todos poseen temas y obsesiones recurrentes (familias, política, El Salvador) y un estilo de escritura que establece y “desciende” a personajes complejos, contradictorios, divididos.
Hace un mes hablamos por Skype. Desde sus libros iniciales hasta hoy pasaron muchos años y en ese transcurso Horacio Castellanos Moya nos ha planteado una gran pulsión narrativa en sus libros. Una escritura sin imperativos categóricos ni éticos. Una narrativa sobre ese exceso de luces y oscuridades que posee una vida.
La idea de escribir una literatura a partir de personajes buenos y de personajes malos, sin claroscuros, me parece repugnante, dice Horacio Castellanos Moya, el escritor salvadoreño, nacido en Honduras, que se define asimismo como apátrida. Entre sus libros se encuentran El arma en el hombre, Donde no estén ustedes, Insensatez, Desmoronamiento, El asco, Tirana memoria, La sirvienta y el luchador y Baile con serpientes
¿Cuál es el punto cero de tu escritura? ¿Dónde pone la mirada Horacio Castellanos Moya cuando quiere empezar a escribir?
La verdad es que no pongo la mirada. Es más bien como una especie de pulsión, como una especie de sonido que genera la energía interna que me lleva a la escritura, más que una visión o una mirada. Y cada novela, cada libro de ficción, surge más que de un pensamiento, de una emoción que me ha quedado dentro; cada libro surge de una conmoción interna, de una memoria, y a partir de esa memoria comienza la fabulación: ya sea la memoria del crimen, del gozo, del sufrimiento. Soy un escritor poco visual, lo he dicho anteriormente. Entonces no tengo fijación con imágenes, no es mi forma de trabajar. Hay escritores que trabajan a partir de una imagen y esa imagen es la que los lleva hacia la creación. En mi caso, es una pulsión, un sonido, una voz que me lleva a los temas y, evidentemente, dentro de todo eso hay obsesiones, fijaciones, con experiencias que viví, con sucesos de los que fui testigo, con aspectos relacionados con mi adolescencia, mi primera juventud. Eso explica que El Salvador haya seguido tan presente en mis libros, pese a que yo tengo tantos años de no vivir ahí, ¿no?
Siempre tengo el recuerdo del libro “La sirvienta y el luchador”, un texto muy fuerte. Una narrativa intensa que se enfrenta con la crudeza de los personajes y que impacta en los lectores y lectoras. Una escritura desprovista de toda mirada moral.
Es que el reto de la narración es, cuando uno aborda ese tipo de personajes, despojarse precisamente de las opiniones propias, de los prejuicios y de los juicios morales. De lo que se trata es de no interpretar al personaje, sino de darle vida desde dentro. Y para eso es muy importante distanciarse de uno mismo, porque es la única forma de guardar los juicios, de guardar el propio yo en la gaveta y tratar de ver el mundo desde el personaje. Y si el personaje es un pobre diablo criminal y torturador o es una sirvienta, el reto es verlo o verla desde su propia condición, como se ve a sí mismo o a sí misma ¿no? Con ese tipo de emoción, con ese tipo de expectativas, con ese tipo de padecimientos que no son necesariamente los de uno, que no son necesariamente los que pertenecen ni siquiera al sector social en el que uno se mueve. Para mí, esos son los personajes realmente desafiantes, aquellos en que me he acercado a mentalidades totalmente lejanas a la mía, que son totalmente ajenas al círculo que me rodea. Se trata de salirme de la zona de confort de intelectual de clase media y entrar en zonas donde realmente tiene uno que espabilarse, que tener los sentidos muy abiertos y la mente muy limpia para abordar el personaje. Es decir, el personaje puede ser muy sucio y torcido, pero desde sí mismo no desde mis prejuicios.
Cuando uno lee todos sus libros aparece como una gran insistencia sobre El Salvador y su mundo familiar. Una paradoja, ya que hace mucho tiempo que no vive allí. ¿A qué se debe esa insistencia, casi borgeana, sobre su país?
Pues la verdad es que me parece que lo del país está relacionado con las experiencias de la adolescencia. Fundamentalmente, con la experiencia de la muerte. Cuando yo viví mi adolescencia, cuando estaba en la parte más sensible de la adolescencia, comenzó a pudrirse el país, a polarizarse con el crimen político generalizado, y arrancó la guerra civil. Creo que en esa etapa de mi vida mi aparato perceptivo fue severamente golpeado por todas las experiencias, impresiones y situaciones que viví, de las que fui testigo, de las que escuché, del aire que se respiraba, del miedo que se transmitía por todos lados. Esas experiencias, junto al descubrimiento de las propias cosas de la adolescencia (el sexo, el placer, la libertad, etcétera) me llevan referencialmente a El Salvador. Ahora bien, en lo que respecta a la familia Aragón, creo que yo estoy construyendo la familia que no tuve, es decir, que a partir de la familia Aragón (eje del grupo de novelas conformado por Donde no estén ustedes, Tirana memoria, Desmoronamiento, La sirvienta y el luchador, El sueño del retorno y Moronga) he creado un mundo que no tuve. Supongo que alguien que pertenece a una de esas grandes familias tipo italianas o mexicanas que se reúnen todos los domingos a comer y que son montones de primos y tíos, escribiría de otra manera.
La figura de Roque Dalton está en mi primera novela y en la última, La diáspora y Moronga. Eso sucedió sin que yo tuviese conciencia de ello, es decir, lo descubrí a posteriori. Ahora bien, lo del peso de la figura de Dalton es definitivo para mi generación porque es el escritor más importante que produce El Salvador en ese periodo, al cual mi generación no tuvo acceso directamente porque nadie lo conoció de mi generación, pero cuya obra nos influyó muchísimo. Y, a estos dos aspectos, se suma el tercer aspecto de su muerte siniestra.
En mi primera novela, La diáspora, se menciona el hecho de que no se sabe dónde fue enterrado el cadáver de Dalton. Dice el narrador, no sé si literalmente, que esa es una revolución que devora los cadáveres de sus grandes hombres a escondidas. Esa es la idea. Si lo extrapolamos del contexto político y lo aplicamos a la tradición literaria podríamos decirse que ésta devora a sus propios hombres ilustres y esconde sus cadáveres. Pero quizá esta sea una visión no precisa, y más bien sea la mentalidad del país la que devora a su tradición.
Recién se publicó en España en Dalton: correspondencia clandestina y otros ensayos. No se conoce aún en Latinoamérica, pero en el ensayo que le da título al libro continúa mi atención al poeta, su vida y su obra.
Me quería meter con la novela “El Asco” y el gran impacto que tuvo. Hay posibles diálogos con sociedades latinoamericanas que han logrado salir de las convulsiones políticas de los años 70 y 80. «El asco» posee una gran potencia revulsiva. Una escritura de “continuado” atravesada por una mirada extrañada y desgarrada ante una ciudad de postconflicto ¿Es así?
En El asco, la ciudad es un espacio repugnante que representa la destrucción, la autodestrucción, para ser más preciso. Es un espacio hostil, que no despierta ninguna empatía desde la visión del personaje. Eso refleja, de alguna manera, la realidad de lo que ha pasado con San Salvador. Porque si yo comparo el San Salvador en el que yo crecí en la década de los sesenta y setenta con la ciudad a la que regresé en la década de los noventa, su destrucción era evidente, no sólo por la guerra sino por el miedo en la mente del ser humano que comienza a arruinar los espacios en función de ese miedo. Entonces, la ciudad se amuralla y fuera de los muros es la selva violenta. Es la impresión que queda en la novela: un espacio urbano hostil, habitado por seres hostiles. Ciertamente el personaje es hipersensible, hiperneurasténico y su percepción es una percepción exagerada, pero no mucho. Si usted conversa con gentes que conocen San Salvador y pertenecen a mi generación, la visión es triste, dura, de un espacio urbano que perdió toda su gracia.
Una arcada, una larga arcada, un gran espasmo, es lo que produce la ciudad y sus seres al personaje narrador. Entonces sí, ese es el sentido de que sea un solo párrafo, una sola arcada, un solo espasmo.
Esos personajes neuróticos, desgarrados y diría personajes trágicos, son como un combustible vital en todas sus novelas. Todos cargan con una complejidad muy elocuente. No solamente la neurosis y el desgarro, sino ciertas heroicidades trágicas de personajes poco santos transcurren en todos sus escritos.
Sí, yo creo que esta necesidad de ver la complejidad del mundo a mí me surgió también en esa época de la vida a la que me he referido; porque cuando yo comencé a escribir –la época en que estaba en auge la idea de la revolución, del escritor comprometido, del escritor ideológico– siempre hubo algo en mí, una fuerza interna de rebeldía que me impedía compartir completamente esas ideas. Yo podía compartir el ideal que se buscaba con la lucha social o con la lucha revolucionaria, pero poner mi literatura al servicio de eso y creer que el ser humano era bueno solo porque estaba con una causa, es algo que siempre me causó escozor, que siempre me causó molestias porque yo miraba a la gente que estaba peleando por una causa y me decía: aquí hay de todo, está la canalla también.
En cada ser humano hay una complejidad tremenda. El hecho de que yo abrigue una causa, eso no quiere decir que yo sea una buena persona o que yo me vaya a transformar en una buena persona. El que es canalla, es canalla donde sea, aunque esté peleando por una causa supuestamente justa.
Esa idea del mundo, que es una idea pesimista, porque cree que el mal en el ser humano es constitutivo, aunque haya partes buenas, se formó muy pronto en mi vida. Eso marca toda mi literatura y por eso personajes que pueden estar llenos de buenas intenciones y que pueden estar ubicados en un momento muy positivo en el marco de la narración, de pronto sucumben a estas fuerzas negativas que los atenazan. Esta es una idea que a medida que envejezco más confirmo: la complejidad del ser humano, el hecho de que el bien y el mal están dentro de cada uno, y que en tal sentido somos volubles, sujetos a nuestras circunstancias, por lo que la verdad es relativa. La idea de escribir una literatura a partir de personajes buenos y de personajes malos, sin claroscuros, me parece repugnante. No puedo leer eso.
A lo largo de la historia en términos generales ha sido lo mismo. Al escritor siempre se le ha exigido que se someta a su tiempo, que se someta a los valores de su tiempo. No importa si a eso se le llama fe, se le llama compromiso, se le llama alineamiento con una iglesia, con una ideología, con un movimiento identitario. No importa. Siempre se le ha exigido al escritor que comparta los valores de su época, que ensalce los valores de su época, que haga difusión de los valores de su época. Pero cuando el escritor complejiza, a partir del ser humano concreto, los valores de la época, entonces ya no cabe en esta ideologización que lleva a las polarizaciones. El escritor genuino trata de penetrar en el ser humano concreto, con todas sus pasiones, sus ambiciones, sus frustraciones, sus miedos y ahí las ideologías se estrellan. ¿Por qué? Porque comienzan a pervertirse y a convertirse en actos y los actos no siempre coinciden con los pensamientos o con el ideal que se tiene. Me parece que esa es la idea de fondo. Es decir, ahora se nos exige que nos sometamos a los valores que están sobre la mesa, que son los que ahora pesan. Dentro de 30 años, serán distintos. Hace 30 años, eran de otra forma.
El escritor no puede convertirse en el vocero de su época sin sentido crítico. Voceros tienen los políticos. El escritor lo que hace es agarrar su época, conocerla y sumergirse en ella para poder ver todas las aristas, todas las oscuridades, todas las contradicciones que hay en ella, no ser un apologista de la época.
¿Cómo pensar estos momentos tan cruentos donde la vida y sus narraciones se ponen en juego?
Ha sido un gran sacudimiento, un sacudimiento planetario porque la muerte se instaló en las calles, se instaló dentro de las casas. Cuando estábamos más cerca de la ilusión de la felicidad absoluta, gracias a la tecnología y a todos los avances en la ciencia. De pronto, vimos que teníamos el calzoncito roto, que el ser humano sigue siendo tan vulnerable como lo ha sido siempre. Un virus invisible puede acabar con nuestras mayores certezas, ya no digamos individuales sino colectivas. Entonces, en ese sentido, la pandemia fue gran sacudimiento. Cada siglo tiene su gran sacudimiento, quizá la pandemia de alguna manera ha venido a jugar el papel de sacudimiento que tuvo la Primera Guerra Mundial, ¿no? Ha habido más muertes por la pandemia que por cualquiera de las guerras del siglo XX. Pero de igual manera nos ha aterrorizado, de igual manera nos ha hecho recordar nuestra finitud, nuestra vulnerabilidad, que la muerte está ahí, por más que nos endroguemos con ruido y con lo maravilloso que somos. No nos gusta que nos recuerden nuestra finitud. Por eso la pandemia nos causa ese gran miedo. ¿Qué viene después? Los expertos dicen que sufriremos las extremas consecuencias del calentamiento global. Pero yo creo que la pandemia es parte de eso. En este mundo no importa lo que hagamos, siempre habrá la otra cara de la moneda. No podemos seguir avanzando al ritmo que hemos avanzado como civilización, sin seguir destruyendo al mismo ritmo. Eso es irresoluble. Porque eso forma parte de la condición humana y de la esencia de la naturaleza.
La pandemia nos puso frente a la muerte, nos hizo compartir la experiencia de la muerte. Nos hizo recordar que la muerte está en nuestras narices, esperando. Para el escritor es un acontecimiento también porque el escritor, al final de cuentas, está peleando contra la muerte, aunque no piense en ello. Es decir, se escribe de alguna manera para que la obra perviva. Y esa es una manera de pelear contra la muerte.
¿Hay algo que podemos llamar literatura latinoamericana o, efectivamente, en realidad, estamos ante la presencia de la literatura como un corpus hibrido?
Vivimos entre la literatura nacional, la literatura regional latinoamericana y la literatura a secas. Eso seguirá. Y los autores y críticos pueden alinearse con una idea u otra, pero eso no impedirá que, a veces, en un solo autor se den las dos vertientes, lo local y lo universal. Y creo que eso es una riqueza.
La última. Si Horacio Castellanos Moya tuviese que hablar de sí mismo y de todo su recorrido literario ¿Qué diría de su propia obra? ¿Qué nos quiso narrar?
Yo diría el miedo que me da la vida y, por el otro lado, el placer que me da la vida. Todo lo que he transmitido es miedo y placer.