CARGANDO

Buscar

Lili, maestra

Compartir

Por Mauricio Koch

Foto: Ariel González

Voy a empezar a lo grande, por qué no: En busca del tiempo perdido, como todos saben, empieza así: “Durante mucho tiempo, me acosté temprano”. Parafraseando a Proust, mi comienzo podría ser este: “Durante mucho tiempo, mis lunes fueron así”: llegaba puntual a la casa de Liliana y Ernesto en la calle Perú –me recibía Ernesto, diligente como siempre–, me ubicaba en mi lugar, participaba de la clase como el buen alumno aplicado y bastante nerd que siempre fui, hasta que me tocaba el turno de leer y Liliana me preguntaba: “¿vas a leer, Mauricio?” “Sí –respondía yo tragándome la voz–, traje un cuentito”. “No, acá no se leen cuentitos, este es un taller de formación de escritores, acá nadie escribe cuentitos ni novelitas, acá se escriben cuentos y novelas: si la novela es corta se llama novela breve o nouvelle, si el cuento es corto será también un cuento breve, y si es muy breve, microcuento o microrrelato, pero cuentito no, novelita no”. “Bien, entendí”. No era necesario tener un espejo cerca para saber de qué color estaba mi cara. “¿Tiene título? “Sí, El trino del atardecer”. “Horrible”. “Eh, también pensé en ponerle El crepúsculo de nuestros sueños”. “Peor, si el otro es horrible, este directamente es abominable”. Después de tan alentadora introducción, yo leía el cuento propiamente dicho y en alguna pausa miraba de refilón a Liliana, que estaba con la mirada fija en un lugar remoto y las piernas en constante movimiento, inquieta como nadie en este mundo. Cuando terminaba la lectura, luego del “¿qué les pareció?” –un clásico hekeriano–, opinaban mis compañeros hasta que –en ese momento yo rogaba que se cortara la luz, que un viento huracanado volara el techo, que Ernesto interrumpiera la clase para decir que en las calles había estallado la revolución, que me diera un infarto incluso, muerte súbita, algo que me salvara o me pulverizara, me daba lo mismo. Pero eso nunca pasó, nunca, siempre llegaba el momento en que Liliana tomaba aire y empezaba así: “Larguísimo, Mauricio, larguísimo” –estirando las íes lo decía, las dos íes: larguííííísiiiiimo. Todo lo decís dos veces, todo sobreexplicado. No termina de empezar y no termina de terminar –otra expresión clásica de Lili. (Nota al margen: un día, los que pasamos por sus talleres tendríamos que hacer el diccionario Heker)–, uno supone que el cuento terminó y no, vuelve a empezar para decir otra vez lo mismo. Ya está dicho, Mauricio. ¿Sabés dónde termina este cuento?, cuando el personaje se asoma al balcón y grita”. “Pero eso está en la página dos –pensaba yo–, el cuento tiene dieciséis”. No lo decía en voz alta, no me animaba, pero mientras ella hablaba yo pensaba “con el trabajo que me dio, me pasé todo el fin de semana encerrado para esto”. La voz de Lili seguía y seguía y yo, a partir de un momento, dejaba de escucharla y entraba en una especie de nebulosa en la que ya no podía distinguir ni asimilar más nada, hasta que escuchaba: “Así como está, el cuento no tiene ningún espesor”, o, peor, “Todavía no hay cuento, Mauricio, esto que leíste es un sancocho”. Y hay que escuchar cómo suena “sancocho” en la voz de Heker. Yo que soy una calamidad en la cocina y que mis esporádicos intentos culinarios terminan precisamente en eso, sabía bien de lo que me estaba hablando.

Como dije al comienzo: durante mucho tiempo mis lunes fueron así. Salía de la casa de Liliana con la cabeza hirviendo y no es una metáfora. Al día siguiente estaba exhausto, me dolían hasta los huesos; recién el miércoles empezaba a recuperarme y, como un boxeador herido en su orgullo que quiere reivindicarse, el jueves me sentaba a corregir. Luchaba con tozudez de mula contra mis limitaciones, revisaba línea por línea y trataba de llevar a la práctica todo lo que me habían señalado. El lunes siguiente volvía al taller y retrocedía tres casilleros. Todavía guardo viejas impresiones de esos cuentos malogrados o sacados adelante a base de mucho esfuerzo, y que luego se publicaron en mi primer libro, El lugar de las despedidas: El suicida (versión doce), Gregorio, el indeciso (versión catorce). “Mauricio es muy perseverante”, decía Liliana, y yo soñaba con las futuras reseñas de mis libros, tituladas así: “Koch, un escritor perseverante”.

Hace un tiempo leí La vida invisible, un libro de Sylvia Iparraguirre que traza un recorrido por su vida como lectora, y en el capítulo que dedica a su relación con Abelardo Castillo, cuenta lo implacables que eran uno con el otro al momento de criticarse los textos. “Amor sin indulgencia”, así lo define. Ahora que la gente se ofende por cualquier tontería, y ni hablar si uno comete el atentado imperdonable de señalar algún desacierto o incoherencia en su texto impoluto y libre de bacterias, se gana su enemistad y la de sus amigos y de los amigos de sus amigos para siempre. Con Liliana aprendimos, más temprano que tarde, que no había nada personal en las críticas –que sin dudas dolían, nadie es tan estoico para no acusar el golpe–, pero es justamente por respeto al trabajo del otro que se hacen, y el taller es el espacio indicado para trabajar esos desajustes.

Los que pasamos por el taller de Liliana lo sabemos, pero aun aquellos que no, seguramente han escuchado hablar de su carácter, sus críticas implacables, su lucidez o la capacidad para retener y entender qué es esencial y qué es aleatorio o prescindible en un cuento o en un capítulo de novela. Pero eso es quedarse con la espuma. Hay al menos dos características de Liliana que suelen pasarse por alto cuando se hacen estas enumeraciones: una es su sentido del humor; Liliana es muy divertida y muy vital –contagia ganas de vivir, siempre– se ríe mucho y hace reír, es muy buena y muy apasionada contando anécdotas, y lo más lindo (a mí me ha pasado, por suerte) es escucharla reírse a carcajadas con un cuento que ha escrito uno. O emocionarse.

La otra es su generosidad: Liliana dio talleres durante más de cuarenta años, yo no la conozco hace tanto, pero sí hace veinte, y estoy seguro que desde aquel primer día de 1979 hasta los talleres que dio en forma virtual durante la pandemia y en las clases magistrales que sigue dando hasta hoy, no se guardó nada: todo lo que sabe, sus reflexiones de toda una vida dedicada a la escritura y como coordinadora de talleres, lo da a manos llenas. La trastienda de la escritura, su libro sobre el oficio, es una prueba de eso. En las Palabras preliminares dice que cuando decidió encarar ese libro tenía la determinación de que no fuera una obra didáctica: “No hay recetas ni verdades inmutables para la escritura. Lo que vale son los descubrimientos que hace un autor determinado y le abren camino hacia la ficción que quiere escribir”, dice. Más adelante, cuando habla de los talleres, agrega: “Creo que nadie le puede enseñar a otro a escribir. Más ceñidamente, creo que nadie le puede enseñar a otro a ser escritor. Pero también creo que todo escritor, por caminos complejos y diversos, aprende su oficio”. Si bien muchos de nosotros tendríamos argumentos de sobra para refutar esta última idea, yo tiendo a darle la razón, pero también pienso que cuando hablamos de aprender el oficio de escribir junto a Liliana no nos referimos al manejo de una técnica ni al uso más o menos verosímil de la narración en segunda persona –o no solo a eso–, sino a otra cosa: Liliana, para decirlo sin vueltas, no nos enseñó a escribir con consignas ni con tips (esa palabra horrenda tan al uso actual) sino con su ejemplo: produciendo literatura más allá de las modas y sin la presión de tener que publicar un libro cada año para no quedar fuera del circuito; escribiendo cuentos, novelas, ensayos; fundando revistas; comentando y compartiendo sus lecturas; interviniendo en los debates de su tiempo, comprometiéndose. No hizo falta que nos dijera que hay que predicar con el ejemplo, se limitó a darlo.

En La trastienda de la escritura hay también un capítulo dedicado a los finales. El tema (y la discusión) de los finales abiertos y los finales cerrados. Dejo eso para la lectura personal, pero arriesgo ahora: un final abierto podría ser la alegría de saber que vamos a seguir leyendo a Heker; de hecho, acaba de salir su novela Noticias sobre el iceberg, que me espera en la mesita de luz. Y un buen final cerrado, quizás, podría ser: Gracias, maestra.