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Mis olvidos

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Por Mauricio Koch

Obra de Ouka Leele

Yo era bueno recordando.

Con velocidad y precisión, podía dar cuenta de datos, nombres, fechas. Durante mucho tiempo, cada cara vino con su nombre adosado. En las reuniones con viejos amigos, yo era referencia obligada cada vez que alguien soltaba el infaltable “se acuerdan de” o “¿eso no pasó aquella vez que fuimos a…?”. Entonces podía pavonearme y decir con certeza quiénes estaban, dónde y cuándo había sido y, sobre todo, lo mejor, un par de detalles luminosos que nadie más recordaba y que yo revelaba al final, dejando al resto pasmados y más melancólicos que al comienzo de la charla.

Sí, yo era bueno recordando.

Sin embargo, la última vez que llamé por teléfono a mi amiga Natalia, me vi obligado a decirle antes de cortar que no me acordaba si le había dicho lo que tenía que decirle. Pero, por las dudas, le dije, te lo voy a decir igual. Es decir, me acordaba de haber pensado en decírselo, pero no si efectivamente se lo había dicho. Es más, estaba seguro de haberlo pensado, no una vez sino muchas, porque yo soy de pensar muchas veces las mismas cosas, tengo que decírselo a Natalia. Y quizás llegué a decírselo. Pero quizás no. Y esa duda me carcomía. Y además era importante lo que tenía que decirle, de eso sí no tenía dudas. Pero no me acordaba si se lo había dicho o no. Así que ante la duda, y como realmente era importante lo que tenía que decirle, decidí decírselo aunque ya se lo hubiera dicho. Era preferible decírselo dos veces, y quedar como un tonto, que no decírselo. Y así se lo dije: ante la duda, yo te lo digo igual aunque ya te lo haya dicho. Pero para entonces ya no me acordaba de lo que tenía que decirle y se lo pregunté a ella, ¿vos no te acordás qué era?

Como era de esperar, Natalia se me rio en la cara.

(O en la oreja, para ser preciso).

Así es mi vida últimamente. Olvido cosas todo el tiempo. Cada día más. Y soy consciente de que estoy olvidando; no me resulta nada fácil, como hasta hace pocos años, recordar.

Y yo era bueno recordando.

Veía una actriz de Hollywood en la pantalla e inmediatamente sabía cómo se llamaba. Ahora sé que lo sé, sé que trabajó en cierta película, dirigida por cierto director, de la que recuerdo ciertas escenas, en especial en la que se besaba con cierto actor, del que también recuerdo la cara, más no el nombre. Y son inútiles todos los esfuerzos que hago. Aunque dicho así, suena demasiado drástico, y no lo es: a veces el milagro sucede. Obviamente que al guglear, avanzando de asociación en asociación, uno llega por fin al dato o nombre buscado. Pero no es la idea, y sospecho que al saber que esta salida fácil existe, el cerebro se me ha reblandecido. Antes me bastaba con pensar en un viaje remoto o en un momento equis de mi infancia, por mínimo que fuera, para estar ahí. Ahora creo que he perdido esa facultad.

Me olvido.

Me olvidé, por ejemplo, del beso de despedida que me dio una chica cuando tenía once años. No me acuerdo para nada que se llamaba Alejandra ni que era morena y menos aún recuerdo su pelo hasta la cintura, que brillaba en la oscuridad. Tampoco recuerdo que después de besarme me dijo te vas a olvidar de mí y nunca me vas a escribir. No me acuerdo si le dije te prometo que sí para quedar bien, tampoco si le escribí o no, ni cuánto tardé en olvidarme de ella. Lo cierto es que me olvidé, no importa cuándo. Era chico cuando pasó –el beso, no el olvido, aunque quizá el olvido también, y este olvido de hoy no es más que la larga continuación de aquel–, estaba en séptimo grado, cómo me voy a acordar después de tantos años. ¿O era en sexto? Fue el primer beso que alguien me dio, ni siquiera lo di, así que con razón lo olvidé lo más rápido que pude. Fue en Bovril, creo, un pueblito del norte de Entre Ríos al que todos los años íbamos a cantar, a bailar o a jugar al fútbol, no me acuerdo bien; era una fiesta provincial y creo que nos conocimos ahí, pero no recuerdo de dónde era ella, si de Sauce de Luna o de Santa Elena, solo me parece recordar, y más que recordar intuir, que sus ojos eran negros y sus dientes muy blancos y que su risa hacía reír a los demás, pero tampoco es una certeza, quizá lo estoy inventando y en realidad la que se reía así era otra chica, que por supuesto también olvidé. Es que ya estoy grande y de todo empieza a hacer mucho tiempo, como dice la canción, una canción que habla de cambios y de olvidos y que no recuerdo quién canta, pero es cierto lo que dice, el pasado se vuelve difuso y empiezo a desconfiar de que realmente las cosas hayan sido así. Leo por ahí que la nostalgia es un pecado, una ficción que nos consume el tiempo tratando de recuperar lo vivido y nos hurta lo que somos. No se puede vivir recordando, la añoranza disuelve el presente y nos pone en peligro de volvernos reaccionarios, o al borde de la locura como el personaje de El caballo perdido, el relato de Felisberto Hernández, que habla de la “enfermedad del recuerdo” y llega a decir: “Si me quedo mucho tiempo recordando esos instantes del pasado, nunca más podré salir de ellos y me volveré loco: seré como uno de esos desdichados que se quedaron con un secreto del pasado para toda la vida. Tengo que remar con todas mis fuerzas hacia el presente”. Así que mejor entonces que haya olvidado el beso de Julieta, o de Carolina, o de Alejandra, o como se llamara aquella chica. Qué sentido tiene recordar el primer beso que diste o te dieron, quedar pegado a memorias que ni siquiera fueron tan gloriosas, no más que un beso o dos, ¿cuántos besos se pueden dar en una despedida y cuántos se pueden recordar? No me acuerdo de lo que hice esta mañana y me voy a acordar del beso que me dio Alejandra, una morocha de ojos negros y pelo arrebatado y brillante como la noche, un domingo de noviembre de 1986, antes de subir al colectivo que me llevaría a casa y después de decirme no te olvides de mí. Imposible.

Posdata: son muchas y casi unánimes las críticas del mundo intelectual a la nostalgia, aunque cada tanto aparece alguien que la reivindica. Fabián Casas lee los diarios de Jonas Mekas, y comenta: “Siempre pensé que la nostalgia es algo muy improductivo, pero Mekas, yendo al tuntún por los caminos de la guerra, piensa lo contrario: ‘Mientras se siente nostalgia, uno no está muerto. Uno sabe que todavía hay algo que ama’”.

Esa nostalgia de la que habla Mekas se parece bastante a la que Víktor Frankl asegura que le salvó la vida en el campo de concentración: “De vez en cuando yo levantaba la vista al cielo y veía diluirse las estrellas al primer albor rosáceo de la mañana que comenzaba a mostrarse tras una oscura franja de nubes. Pero mi mente se aferraba a la imagen de mi mujer, a quien vislumbraba con extraña precisión. La oía contestarme, la veía sonriéndome con su mirada franca y cordial. Real o no, su mirada era más luminosa que el sol del atardecer. (…) No sabía si ella estaba viva, ni tenía medio de averiguarlo, pero ya había dejado de importarme, no necesitaba saberlo, nada podía alterar la fuerza de mi amor, de mis pensamientos o de la imagen de mi amada”.

Los recuerdos no necesariamente son siempre idealizaciones del pasado, a veces también pueden ser tablas de salvación.