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Anatomía de una caída y cómo se cuenta una vida

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COMO CONSTRUIR UN RELATO

 

“Mi trabajo es cubrir las pistas de modo que la ficción destruya lo real”          Sandra Voyter, personaje protagónico de Anatomía de una caída.

Por Silvia Itkin

Dice Annie Ernaux, en La escritura como un cuchillo, que a menudo la investigación policial o biográfica suelen ser lo mismo. De algún modo rastrear los detalles de una vida se convierte, ineludiblemente, en una pesquisa.

La operación –el gesto de rebuscar, de seguir pistas– es lo que cimienta la construcción del relato de esa vida. Podemos decir que Anatomía de una caída, la premiadísima película de la francesa Justine Triet, es un film de juicio. Aunque también puede verse (leerse) como el desvelamiento de esa operación

Brevemente: el film narra la muerte de un profesor en un chalet en la región de los Alpes franceses. Daniel, su hijo de once años, ciego, vuelve de un paseo con su perro y encuentra el cuerpo sobre la nieve. Todo indica que se cayó (¿o lo tiraron?) desde el ático de la casa familiar. No hay arma que justifique el golpe en la cabeza, y conoceremos hipótesis dispares sobre tres manchas de sangre, cuya trayectoria indicaría tanto un ataque como una caída.

En el tribunal, en la escena del juicio es donde la historia se escribe y se reescribe para saber qué pasó. El tribunal es, en esencia, el presente de la escritura de esta biografía familiar de Samuel Maleski (el muerto), Sandra Voyter (su mujer, escritora de ficción) y Daniel (hijo de la pareja).

El cuerpo de Maleski le habla a la ciencia forense con algunas inconsistencias; se presta a ser interpretado. Voyter, en tanto escritora de ficción, irradia tentaciones de toda clase ya que, se sabe, sus novelas tienen fuerte raíz autobiográfica. En el momento en que sucede la “caída”, ella dice estar con tapones para los oídos por la música que el marido escucha a todo volumen. El hijo pasea con su perro lazarillo en los alrededores. No hay vecinos.

¿Cómo escribir esta historia para saber qué pasó? Entre lo declarado en los interrogatorios y la reconstrucción de la escena del crimen hay contramarchas y desmentidas. ¿Recuerda “bien” el hijo ciego dónde estaba antes de dar el paseo? Se supone que escuchó hablar a sus padres al salir. ¿Discutían? Él dice que no, pero las condiciones de esa escucha hacen probable una discusión. Desde donde dice haber estado, no hay manera de oír una conversación si no fuera gritada.

Aquí tenemos, entonces, un problema de tono en el relato: para que el recuerdo sea verosímil hay que cambiar el tono; si no, estamos narrando otra cosa.

En el film, el juicio se inicia un año después de la muerte de Maleski y reescribe en el comienzo una primera escena previa a la tragedia: una estudiante está entrevistando a Voyter por sus novelas y el encuentro se verá interrumpido por la música estridente que llega desde el ático, allí donde él toca, ensaya o lo que fuera que esté haciendo. La estudiante, en tanto testigo, es interrogada sobre aquel día y el posible intento de seducción de la escritora. El uso de esa palabra –seducción– abre un pequeño debate sobre su alcance. Como más tarde se establecerá la diferencia entre una teoría y una explicación. Porque cada palabra cuenta, cada término debe ser explorado en toda su extensión. Las palabras se tironean, porque según quien las pronuncie podrían caer del lado de la justicia (la verdad, según el fiscal punzante) o de la literatura. El abogado defensor (antiguo enamorado de la sospechosa, o sea: un implicado en el relato) dice: “…ya que se nos pide que juntemos justicia con literatura, que imaginemos lo que no sabemos…”, y pronuncia la palabra de marras: “autoficción”.

Hablemos, por un ratito, de otra cosa, salgamos de este set donde se reproduce un juicio que reconstruye una vida familiar. Toda narrativa personal, relato de vida, autoficción o escritura autobiográfica tiene el humilde valor de una versión. Suele armarse sobre pilares tan poderosos como frágiles: la memoria. El recuerdo fijado que vuelve para ser escrito no es más que una imagen, una voz o varias voces, un clima, una fragancia, una textura. Pero tiene la potencia de ser mi recuerdo: eso que se guardó, quedó amarrado, que certifica una experiencia. A la memoria le agregamos fotos, la captura de un instante. Dice Ernaux: “…me fascinan por lo que tienen de tiempo en estado puro. Podría permanecer durante horas ante una foto, como delante de un enigma”. ¿Esto que veo, es lo que creo que veo?

A la memoria, también, podemos sumar documentos: cartas (¡ya casi no quedan!), certificaciones de nacimiento y de muerte, pasaportes, ciudadanías, listas de compras, la dedicatoria en un libro, una nota de despedida en la puerta de la heladera, agendas viejas. Y, aun así, nos moveremos en la escritura de nuestra historia, esa que erróneamente creemos conocer bien, como en la bruma o en una caja de grillos saltarines.

Ante una grabación incriminatoria, Sandra Voyter, sospechosa del crimen de su marido, le dice a su abogado defensor: “Son nuestras voces, pero no somos nosotros”.

¿Qué es ese nosotros? ¿Por qué las voces no lo expresan del todo? ¿Quién es ese yo, conminado a contar en el juicio quién ha sido en lo que aconteció?

Un narrador, dirá Vivian Gornick en La situación y la historia, “que era yo y a la vez no lo era”. Cosas que se dicen, se hacen y se viven al calor del contexto, y que sólo puede ser ahora reproducido, reconstruido, escrito. Es decir: tocado por la ficción, por algún modo de la ficción. Le arrimamos a ese relato del pasado maderitas, hojarasca, le armamos un muro de contención para sostenerlo, pero es, a su manera, un castillo de arena sujeto a las inclemencias. Contrastará, en su fatalidad, con las versiones de los otros, con los agujeros de la memoria, con la distorsión del recuerdo; contrastará siempre con una falta, una ausencia.

Quien escribe autoficción es repositor.

Samuel Maleski ha grabado en los últimos meses de su vida algunas escenas de su vida cotidiana para un proyecto literario. Sabemos por esas grabaciones que es un escritor frustrado. De una novela inconclusa, su mujer ha tomado una situación para convertirla en un libro de su autoría. Y cuando la convierte, mete la historia del accidente que deja ciego a su hijo y refuerza lo que se sabe de ella: lo que escribe, le pasó.

La abogada defensora dice que una novela no es la vida y que un autor no es sus personajes. Como si dialogaran en una conversación imposible, Marina Yuszczuck dice en una entrevista, a propósito de su libro La inocencia, que ninguna vida es una novela y que darle forma es entrar en el territorio de la ficción.

Mientras tanto, en el juicio de película que trata de dilucidar si fue crimen o caída, los testimonios se suceden y sólo aportan más versiones no siempre coincidentes sobre los hechos. No hay pruebas concluyentes, hay interpretación. Escenas relatadas por la acusada, escenas relatadas por el psicoanalista del muerto, especialistas que, ante la falta de certezas, se montan en relatos para forzar una conclusión. Entre esas escenas, incomprobables, está la de un presumible intento de suicidio de Maleski meses antes de su muerte.

Se cierra una semana de comparecencias con la promesa de un lunes caliente: Daniel, el hijo, ha pedido ampliar su testimonio. Desde que el proceso ha comenzado, él ha estado presente en cada una de las audiencias y una funcionaria de justicia está a su lado, como una guardia, metida en la vida de madre e hijo para impedir cualquier acuerdo entre ambos. Ese fin de semana, el hijo pide que su madre no esté en la casa.

Y ensaya un experimento que dará lugar al ensamblaje final del relato del accidente (no lo contaré aquí porque spoiler alert). El ensayo abre, al fin, un momento de verdad en el personaje y en la historia. La conversación, al borde de lo filosófico, con la funcionaria que lo acompaña, pone sobre la mesa una cuestión interesante para el relato de vida: cuando no sabemos qué pasó, cuando pudo haber sido una cosa, pero también pudo haber sido otra, tenemos que decidir; se elige creer o no. “Inventar una creencia”, dice el angustiado Daniel frente al dilema. “¿Tengo que fingir?”. La guardia judicial le dice que no se trata de fingir, sino de decidir.

En la narrativa personal, la riqueza viene de la mano de dar cuenta de las versiones, sean o no antagónicas, rocen sus bordes o, incluso, se pidan prestados algunos elementos para completarse.

Lo que lleva el juicio a su fin, con la acusada absuelta, es un relato. Extraordinario, por cierto, porque viene a ofrecerse como eslabón, como costura de cierre para toda una pieza en construcción. En su crítica, Roger Koza sostiene que “La decisión sonora de la escena es de una inteligencia cinematográfica indesmentible. Es clave para la trama”. Daniel cuenta que, en viaje a la veterinaria con su padre, él empieza a hablarle del día en que Snoop, su perro, ya no esté. Para decirlo de una vez: se trata de la ley de la vida. Su perro, un día, estará viejo, cansado de cuidar a los demás, habrá hecho lo suyo y querrá irse. Y él tiene que pensar en eso, estar preparado. La decisión sonora –en palabras de Koza– es el primer plano del padre que dice lo que dice con la voz del hijo que cuenta la historia frente al tribunal.

Poner en boca de otro u otros, tanto como han puesto en boca de nosotros relatos que nos implican como protagonistas o testigos. ¿No está repleta nuestra historia de vida de momentos como esos? Verdades que, como quien dice, damos por buenas, a fuerza de ser repetidas y oídas infinidad de veces hasta encarnarlas, o porque elegimos creer en ellas.

En esos afilados y magníficos bordes camina el relato personal.